la vieja

La Rabia

La Rabia 

Rodolfo González Arzac tomó en La Rabia la decisión de no recordar las jornadas sangrientas del 19 y 20 de diciembre de 2001 sólo como un helicóptero, una consigna y una cifra absurda de muertos, sino como un punto de inflexión en la historia del país, un punto grueso pero a fin de cuentas de una línea y, sobre todo, hecho de muchos puntos más pequeños, de vidas que como nunca se acercaron a la muerte, al escalón más bajo del existir. Son 26 las historias que a su modo se truncaron y siguieron, y que representan a las de millones de argentinos. Eso es La Rabia: el retrato de aquellos días furiosos

Por:

Tiempo Argentino

 

 

En la boletería de la estación San José, en la línea E del subterráneo, el paisaje era como el de todos los miércoles por la noche: sereno. Salvo por el teléfono, que sonaba sin parar. Roberto Pianelli atendía, escuchaba unos segundos y cortaba. Siempre le decían lo mismo: que había quilombo arriba. Las llamadas venían de las estaciones más diversas de la red, a veces de lejos, a veces de cerca. Beto, el pelo corto, los ojos verdes, la estatura mediana, esperó que terminara su turno, salió a la calle y caminó por la avenida San Juan hacia el bajo. Iba apurado, pero se detuvo un momento a las diez cuadras. Llamó a una amiga. Necesitaba decirle que una nube de catarsis recorría cada calle del centro de la ciudad, que se le había puesto la piel de gallina, que iba para la Plaza de Mayo. Llegó, se sentó sobre una valla y miró. Había muchos chicos, señoras de clase media, señores hartos, gente que parecía inofensiva. Eso estaba pensando, y alguna cosa más, cuando un cartucho de gas lacrimógeno le pasó cerca, tan cerca que lo tumbó y le puso fin a su breve estudio de campo. Fue el principio de un retroceso resistido que duró horas. Que a su paso dejó a una de las palmeras Phoenix –veinte metros de altura estilizada, una obra de la naturaleza con semillas made in Río de Janeiro– en llamas.

A Iván Hey, en cambio, nadie lo había llamado. Estaba paradito sobre la vereda de la avenida 9 de Julio, esperando el colectivo 53, cuando escuchó las cacerolas. Y entonces volvió sobre sus pasos, pasó por la sede de la Central de Trabajadores Argentinos, caminó hasta la Facultad de Ingeniería, conversó alrededor de una fogata con los chicos del Centro de Estudiantes de la Corriente Estudiantil Popular Antiimperialista, vio pasar a un tipo de corbata con una sartén en una mano y una cuchara en la otra, y se convenció de que tenía que ir para la Plaza. La Plaza atraía como un imán. Iván se cruzó con buena parte de sus amigos de la Facultad de Ciencias Económicas y de las agrupaciones independientes de la Universidad de Buenos Aires. A esa hora, cerca de la medianoche, había unas cincuenta mil personas. Quiso ver mejor. Se subió al techo de un quiosco de diarios y revistas. Y enseguida, desde abajo, le avisaron: había renunciado el ministro de Economía Domingo Cavallo y, de acuerdo con lo rumoreado durante la tarde, el Presidente había decretado el estado de sitio.

El que estaba ahí desde el principio, el que había visto todo, era Atilio Bleta. Salió de la Casa Rosada pocos minutos después de las nueve y media de la noche con la idea de volver a su casa. Pero descartó el plan a los pocos pasos, al ver vio a cuatro hombres bajar de un pequeño automóvil Fiat, uno de los cuales hizo sonar una corneta alargada de ésas de los domingos de fútbol, cuando tras el estruendo plástico sus tres compañeros gritaron contra el jefe de Estado y cinco minutos después los que insultaban ya eran diez y cinco minutos más tarde se trataba de un grupo heterogéneo.

Fue entonces que Bleta llamó al diario, pidió refuerzos y se quedó parado en la vereda con los ojos bien abiertos, el ceño fruncido y el traje impecable. Algunos le decían cosas: lo creían funcionario o policía. Y él les decía que no, que era periodista de Clarín, y les confiaba algún dato jugoso, o no tanto pero cierto. Porque Bleta, entre otras habilidades, siempre supo cómo convencer. Así que ahí estaba, a pasos de la entrada de Balcarce 50, cuando a la hora de las brujas un grupo de tres puñados, tal vez cuatro, saltó las vallas de un metro de altura, el único obstáculo hacia la sede del Poder Ejecutivo. Y la Policía se sacó las ganas de ponerle música de estruendos a la madrugada, de mostrar a los palazos quién mandaba. El periodista dejó su observatorio. Se refugió unos metros más allá, sobre la avenida Paseo Colón, llamó otra vez a la redacción y pasó los datos registrados en su libreta. Los editores de la calle Tacuarí a esa hora ya habían recibido el parte informativo de otro de los cronistas experimentados, Carlos Eichelbaum, desde el Congreso de la Nación. El presidente de la Cámara de Diputados, el peronista Eduardo Camaño, le había anunciado a la prensa que estaba dispuesto a convocar a una sesión si se decretaba el estado de sitio. Y los radicales, fuera de los micrófonos, habían admitido que el gobierno estaba al borde del precipicio.

Alejandro Tiscornia, conocido en Saavedra por armar las marquesinas y los letreros luminosos de los comercios de la zona, devenido herrero autodidacta y proveedor de rejas para la clase media porteña, se había enterado del barullo cerca de la casa de su madre, en Belgrano. Pero todavía nada le llamaba suficientemente la atención. Unos días atrás, el flamante presidente de la Confederación Argentina de la Mediana Empresa, Osvaldo Cornide, había pasado por el barrio convocando a un bocinazo y, al día siguiente, a un cacerolazo. Así que por la noche llegó a su casa, conversó con su primo y pidió empanadas. El delivery no hizo a tiempo a llegar. A los pocos minutos, en la esquina de su casa unos pocos golpearon unas cacerolas y en un santiamén la convocatoria pasó de ser pintoresca a numerosa, y a contar con Tiscornia entre sus filas. Los vecinos dejaron la esquina. Caminaron hasta la plaza de las madres de pañuelo blanco, la primera iniciativa vecinal de Alejandro.

La plaza era un símbolo. Un homenaje a las dos asociaciones de Madres de Plaza de Mayo y a las Abuelas. Un espacio verde surgido de la nada, en medio de la herida urbana que le había propinado Osvaldo Cacciatore al barrio con el proyecto de trazar una autopista que uniera la ciudad de norte a sur. Una idea que el brigadier no tardó en abandonar, pero que llegó a equiparar en metros cúbicos demolidos al terremoto de 1972 en Managua.

Tiscornia,treinta y siete años, largo el pelo y el cuerpo, volvió a su casa, se subió a su moto y echó a andar. Fue hasta la Quinta de Olivos. Y de ahí al Congreso. En el camino, vio fogatas cada dos o tres cuadras. Los barrios más bacanes de la ciudad y del conurbano también echaban llamaradas.

La noticia del estado de sitio generaba el efecto contrario al buscado. Y pegaba fuerte en los jóvenes. Como en Luciano Schillaci, veintitrés años y cincuenta y cinco kilos. Que se acaba de anotar en una agencia para conseguir trabajo. Y sabía que no iba a tardar en hacerlo.

Todos los días aparecían en los diarios unos diez avisos clasificados buscando chicos como él: con una moto y con destreza para andar rápido por el microcentro porteño. Era uno de los pocos rubros con demanda. Luciano, de hecho, había trabajado hasta poco antes en una mensajería. Pero un mes atrás le habían robado una Suzuki AX115 de dos tiempos, liviana, y cuando la moto apareció su puesto ya estaba ocupado por otro. Luciano era maestro pastelero, estaba casado y tenía dos hijas.

Durante años estaba una suerte de amo de casa: su compañera trabajaba y él, además de encargarse de los niños, entrenaba todos los días seis horas como boxeador amateur del peso supermosca en la Federación de Boxeo, con Pajarito Hernández y Amílcar Brusa. Luciano vivía en Villa Urquiza. Y ese 19, por la tarde, se acercó a participar de un escrache a un cura de esos que en la dictadura legalizaban los asesinatos ante su Dios. Era una cita habitual para él: sus padres se habían conocido en una fiesta del Partido Revolucionario de los Trabajadores, ella era del frente estudiantil y él, del frente sindical. En su casa había fotos del Che, se discutía de política y se leían los diarios. Pero cuando llegó a Triunvirato y Pampa nadie hablaba ni del cura ni del escrache. Todos comentaban sobre los saqueos y la posibilidad de que se dictara el estado de sitio. Al volver a su casa prendió la tele y no tardó en escuchar la bulla. Agarró la moto y fue hasta la plaza Villa Urquiza. No era el primero. Había como mil personas. Al rato llegaron sus padres. Los vecinos decidieron ir para el centro. Empezaron a caminar por Olazábal. Las motos y las bicicletas iban adelante y atrás, como si custodiaran al Presidente. En el camino, algunos prendían fuego los tachos de basura y otros les tiraban cascotes a los bancos. Cada vez eran más. Cuando llegaron hasta la Plaza de los dos Congresos, vieron vecinos de todos lados, de todas las edades. Gritaban: «Al estado de sitio se lo meten en el culo». Y pedían: «Que se vayan todos». Pasaron horas. Muy pronto las corridas que venían de la Plaza de Mayo llegaron hasta Rivadavia y Callao. Luciano se volvió a su barrio despacito, con un chico y una chica a los que no conocía, que iban a su lado en bicicleta.

En Brukman, un grupo de mujeres seguía los acontecimientos por radio. Pero por las ventanas les llegaba el griterío. El patrullero seguía estacionado en la puerta de ingreso. Matilde Adorno lo había visto temprano por la mañana, al llegar, y bastó para que se le fuera el poco optimismo que le quedaba. El día anterior, en la sección pantalones de la textil había estallado un malestar que llevaba semanas. Las cincuenta y dos costureras tenían mucho trabajo, como siempre, pero no cobraban hacía rato. El escenario era complicado. Y los patrones, antes de irse sin aviso, antes de abandonarlas, las habían azuzado.

–Bueno, si ustedes creen que manejan la fábrica mejor que nosotros, acá tienen las llaves –les advirtió Jacobo Brukman.

Pero fue sólo un amague. Y, acto seguido, Enrique Brukman, otro de los cuatro hermanos, les había preguntado:

–¿Y qué se creen? ¿Que por ustedes voy a traer plata de afuera?

Ese miércoles los Brukman ya no regresaron. Sólo el patrullero. Y Matilde, nacida en Asunción del Paraguay, separada, dos hijas, bajita, de cara redonda, con prédica entre sus compañeras, estaba a punto de quedarse sin trabajo. El clima era de incertidumbre y desesperación. De fracaso. Por la noche, algunos empleados recogieron sus pertenencias y se retiraron. Hasta que Juanita, una de las costureras, amiga de Matilde, se paró sobre un escritorio y dijo:

–De acá no se va nadie más. Esto es de todos.

Y después de cerrar la puerta de entrada, se metió la llave del edificio en su corpiño.

 

En el conurbano los modos eran otros. Las necesidades más extremas. Y la violencia, feroz. Las calles de tierra del barrio Don Orione, doscientas manzanas de monoblocks, se decoraron con piquetes desde temprano. El comentario de todos era que al mediodía habían matado a un chico frente al supermercado Corazón, y que otro joven, Gustavo Gramajo, había sido asesinado a pocas cuadras. Por la tarde, el rumor en boca de todos mutó: unos cuantos autos desparramaron la versión de que un grupo grande de Fuerte Apache iba para Almirante Brown y que lo mejor era que cada uno fuera a cuidar su casa. Las banditas de chicos, igual, se juntaron en las esquinas. Y se defendieron, como pudieron, de la Policía, que por la noche cambió la estrategia de la difusión del terror por los tiros y las detenciones.

Leonardo Santillán, de diecinueve años, fue uno de los que cobró. Un balín en cada pierna y otro en la frente. Las heridas no le sangraban, pero le daban frío. Llegó a su casa entre la una y las dos de la mañana. Asustado y eufórico. Su hermana Noelia dormía. Su novia, con el cuidado que pudo, le sacó los pequeños proyectiles.

José León Suárez también era un espejo de lo que ocurrido en la mayoría de los barrios del Gran Buenos Aires: esa tarde habían saqueado un supermercado en 1º de Mayo y Almeida, y otro de la cadena Día. Los cuatrocientos cartoneros de la zona, sin embargo, salieron a hacer su trabajo como todas las noches. De hecho, Lidia Quinteros, la delegada que coordinaba el Tren Blanco, volvió en el último tren que salió de la estación Colegiales, y llegó de madrugada a su casa de Villa La Cárcova, donde la esperaban sus nueve hijos.

Agustín Campero, al regresar de su trabajo, había visto en Victoria una multitud congregada para pedir bolsones de comida frente a un hipermercado. Pero pronto los olvidó.

La casa de sus padres tenía una ventana abierta hacia la calle y el mosquitero tajeado. No se veía a nadie. Sólo huellas huellas pequeñas. Corrió a su cuarto y suspiró. En la cajonera estaba el pasaje de Aerolíneas Argentinas para viajar a Madrid y también un sobre con mil dólares que le debían servir para un mes de vacaciones. A las seis de la mañana del 20 de diciembre, Agustín partió hacia el aeropuerto de Ezeiza y se encontró con sus seis compañeros de viaje. El contingente de zona norte llegó al aeropuerto de Barajas de noche. En primera fila, justo detrás de la línea permitida, se ubicaba Esteban Campero. Tenía la tapa del diario El País en la mano. El título principal advertía: «Argentina declara el estado de sitio para frenar la violencia en las calles». En el segundo párrafo, tras describir el es16 tallido social, el corresponsal Francesc Relea daba la clave política: Los pesos pesados del Partido Justicialista (PJ, peronista) Carlos Ruckauf (gobernador de la provincia de Buenos Aires), y Eduardo Duhalde (senador de la misma provincia) se reunieron anoche con representantes del Gobierno para plantear sin ambigüedades las exigencias: o el Presidente forma un gabinete de unidad nacional a gusto del peronismo o el principal partido de la oposición pedirá lisa y llanamente ante el pleno del Congreso la destitución de De la Rúa.

En la foto de portada, un hombre de unos cuarenta años salía de un comercio cargando todos los paquetes de fideos que podía. Para los hermanos Campero la noticia era dos veces terrible: por argentinos y por radicales genéticamente mejorados. Tomaron un micro, después el metro, y todos se amucharon en un dos ambientes del barrio San Bernardo. El plan de vacaciones en Europa había empezado con el pie izquierdo.

Unas horas antes, por alguna razón difícil de descifrar, a Marcelo Moreira, treinta y dos años, editor del canal Todo Noticias, le ocurrió algo que le pasaba todo el tiempo: los grandes líos lo sorprendían de vacaciones. Esta vez se encontraba en Pipa, Brasil, con mucho calor y mucha Antartica helada en un barcito con forma de barco, atendido por rosarinos que habían cumplido el sueño promedio del joven promedio. El Toba, morocho, alto y fornido, los ojos rasgados, el pelo atado con una colita, conversaba con su mujer y esperaba con cierta expectativa un partido que iba a jugar San Lorenzo de Almagro: la final de la Copa Mercosur contra Flamengo, la búsqueda desesperada de los argentinos por su primer título internacional. A la hora indicada, los relatores explicaron desde el Nuevo Gasómetro que el juego estaba suspendido. Dijeron que en la Argentina estaban pasando cosas.

Más al sur, en Garopaba, el fotógrafo Julio Sanders veraneaba con su mujer y sus hijos. Había partido un día después del fin del ciclo lectivo. Pensaba quedarse hasta los primeros días de enero. Acababa de arreglar un retiro voluntario en sus dos trabajos estables: la revista Nueva y la revista Veintitrés. Tenía el anticipo en los bolsillos.

De su futuro sólo sabía que por unos meses seguiría yendo al banco a cobrar las cuotas del plan de pago de la indemnización.

El abogado Alfredo Rodríguez no estaba en el exterior sino en Buenos Aires. Y seguía los acontecimientos desde su casa con la angustia previsible.

Una angustia que Pablo Parera, en Coghlan, trataba de amainar mientras tocaba el violonchelo. Porque ni se le ocurría salir de su departamento. No era capaz de imaginar la posibilidad de mezclarse entre tantos.

Luis Zamora, flamante diputado nacional, la revelación de las últimas elecciones, había dormido poco y nada. La tarde del miércoles discutió con otros diputados a raíz de la posibilidad de que se dictara el estado de sitio. Y por la noche se unió a caminar con los vecinos de su barrio, con su mujer y sus dos hijos, desde Villa Crespo hasta el Congreso, después de ver el discurso de Fernando de la Rúa por la televisión.

Así, cansado pero sin sueño, flaco, tan flaco como siempre, se presentó a las nueve de la mañana del jueves 20 de diciembre de 2001 en Plaza de Mayo. Lo vio a Adolfo Pérez Esquivel, quien le comentó acerca de los detenidos en una comisaría de la zona. Vio al diputado Alberto Piccinini y a la diputada Marcela Bordenave. La Policía ya había adelantado las vallas. Estaban a la altura de la pirámide. Se observaba un buen número de gente pero, a diferencia de la noche anterior, a los vecinos de clase media se les sumaron grupos más humildes del sur de la ciudad y sus cercanías. El clima era tranquilo. Zamora se presentó como legislador y habló con el jefe del operativo policial. El hombre le confió que el Gobierno había dado la orden de desalojo, pero que la jueza María Romilda Servini de Cubría los había intimado a no reprimir en caso de no registrarse agresiones.

La calma duró un rato. Hasta que un pequeño grupo, de unas veinte personas, apoyó una corona de flores en una valla y cantó un minuto de silencio «para De la Rúa que está muerto». Empezaron a volar gases lacrimógenos y dos camiones hidrantes regaron agua hacia la multitud. Zamora le gritó nuevamente al jefe del operativo. Pero éste ya no lo escuchó. Entonces se fue, junto con su colega Bordenave, a la Casa Rosada. Pidieron hablar con el ministro del Interior, Ramón Mestre, pero les informaron que había renunciado. Pidieron hablar con urgencia con cualquier funcionario. Y se sentaron a esperar. El espectáculo era singular: los funcionarios de segundo y tercer orden iban y venían con cajas y computadoras y carpetas que cargaban en los baúles de sus autos. Se iban. Por ese mismo pasillo pasó el jefe de la SIDE, Carlos Becerra. Prometió que se iba a encargar de que alguien los recibiera, les comentó que en la Casa de Gobierno no permanecía casi nadie y que el presidente estaba en Olivos. Unos minutos después, el viceministro del Interior, Lautaro García Batallán los recibió en una sala donde había dos televisores prendidos. Eran tres diputados: José Roselli, Bordenave, que estaba acompañada por su hijo, y Zamora. A los tres les explicó que De la Rúa pensaba que para seguir negociando con el peronismo, la Plaza de Mayo tenía que estar vacía. Y dijo, además, que él no estaba de acuerdo con eso. Zamora salió a la calle. La Policía había dejado de disparar. Los manifestantes ya no tiraban piedras. Era una pequeña tregua. Una tregua de sólo unos minutos.

Claudia Acuña, ex directora de las revistas Viva y Tres Puntos, ex periodista de los diarios La Razón y Página/12, desempleada, estaba ahí. Esa mañana había empezado a dar por terminada su segunda crisis personal con el periodismo. Llamó por teléfono a Patricia Rojas, Judith Gociol y Diego Rosemberg y se puso de acuerdo con ellos en salir a la calle, cada cual por su lado, para registrar todo lo que pudieran. Cuando llegó a la Plaza de Mayo vio cómo los policías descargaban su furia contra las Madres de Plaza de Mayo. También observó que una señora mayor, cartera en mano, una doña prolijamente vestida, le gritaba a los agentes con fiereza. Y vio a los empleados del centro salir por anticipado de sus trabajos y plegarse a la marea. A todos, una masa, confundidos entre el sudor y las lágrimas. La Negra, como le decían, pensó que si el 19 había sido el día del «que se vayan todos», ese 20 parecía el de «que no quede ni uno solo». El paso del deseo a la acción.

En el galpón comunitario del barrio La Fe, en Monte Chingolo, Pablo Solana y Darío Santillán vieron la represión a las Madres desde un televisor con antena e interferencias, y sintieron ganas de irse en ese mismo momento. Pero tuvieron que esperar. La asamblea del Movimiento de Trabajadores Desocupados de Lanús estaba convocada para las dos de la tarde. Comieron un sándwich de milanesa. Conversaron con los que iban llegando. No sabían que a Leonardo, el hermano de Darío, la policía lo había detenido en Almirante Brown. Tampoco lo sabía Alberto Santillán, su padre, que a esa hora terminaba su turno como enfermero en el Hospital Argerich. A las dos en punto arrancó la asamblea. Fue corta. Todos querían hacerla corta. Uno de los piqueteros cerró la lista de oradores:

–Creo que esta vez no se trata de que votemos, ni de que convenzamos a ningún compañero. Es una situación jodida y estamos viendo en la tele que los que vayamos tenemos que saber que vamos a ponerle el pecho a los gases o a las balas. Y no lo digo para asustar, sino para que seamos conscientes de lo que está pasando. El pueblo se está jugando las pelotas para echar a estos hijos de mil putas. El Movimiento tiene que estar presente, como estuvimos siempre en la lucha por la dignidad. Los que sintamos que podemos ir y que la bronca y la rabia son más fuertes que el miedo, vamos. Y quienes tengan que quedarse, sepan que habrá compañeros en la Plaza jugándose el pellejo por todos nosotros.

La columna salió de Lanús con unos 400 desocupados. Todos se comprometieron a ir y volver juntos. Organizados. Los niños y los más viejitos se quedaron. Pablo Ferreyra había salido unas horas antes de su casa, en avenida Mitre al 3000, en Sarandí, como cualquier otro día: sin decir adónde iba. Llevaba puesto un pantalón Pampero, una remera negra y, cruzado sobre uno de los hombros, un morral. Tenía veintiún años, estudiaba fotografía en el Instituto de Arte Cinematográfico de Avellaneda y militaba, desde hacía poco tiempo, en el Partido Obrero.

Llegó al Obelisco cerca del mediodía. La columna del PO se había propuesto llegar a la Plaza de Mayo. Unas seiscientas personas avanzaron por Diagonal Sur a paso lento, cuadra por cuadra: las banderas rojas, los bombos, el megáfono y la arenga metálica. Al frente, como siempre, iban los piqueteros del Polo Obrero. Los gases no tardaron en llegar. Pablo se cubrió la cara con la remera y un compañero le acercó un limón, para atemperar los efectos. Agarró, una y otra vez, de un cajón de verdulería, improvisado sobre la calle como un pañol de combate, las municiones. Los de azul tiraban gases y balas. Pablo y los suyos, cascotes. Aun así, en determinado momento los hicieron retroceder. Pero cuando volvieron a la carga no dejaron alternativas. La columna del PO se replegó y retrocedió hasta el Congreso de la Nación.

Jorge Altamira, el número uno de la organización, dio un discurso improvisado. Enérgico y épico. Sobre un Argentinazo. Pablo escuchó, aplaudió y emprendió la retirada con sus compañeros. Llegó a su casa por la noche. Su madre estaba despierta y preocupada. Él subió a su cuarto. Mariano, su hermano, su compañero de habitación, dormía como un chico.

Atilio Bleta había vuelto a la Casa de Gobierno. Y Carlos Eichelbaum, al Congreso de la Nación. Luciano Schillaci buscaba por el centro a algún conocido, hasta que se encontró con un viejo compañero de trabajo que cargaba su casco como un balde repleto de piedras.

–Vamos a tirarle de cerca. Ponete la remera sobre la cara y arriba de eso, el casco. Que sólo te queden libres los ojos –le propuso.

Y fueron. Cuatro motos. Una vez. Y otra. Y otra más. Y así por horas. Hasta que a uno de los del grupo una bala le desarmó el hombro. Luciano sintió adrenalina y miedo. El asfalto estaba decorado con charcos de sangre. Unas camionetas daban vueltas por la avenida 9 de Julio a los tiros.

Los motoqueros fueron a apagar la sed en un quiosco más alejado. A las ocho de la noche, Luciano emprendió el regreso. Pero no llegó lejos. A la altura de Tucumán y Agüero le bajó la presión, perdió el conocimiento y chocó contra una camioneta estacionada. Media hora después, llegó en ambulancia al Hospital Ramos Mejía con una fisura de cráneo.

Los motoqueros, los más osados, eran una suerte de caballería de la insurgencia. Los policías les tiraban con plomo. Sergio Sánchez, de veinticinco años, mensajero de la empresa Quickly, cayó al suelo en 9 de Julio y Diagonal Sur, con un balazo en la cabeza. Su moto, una Honda XLR 125 con la imagen del Che en el guardabarros, quedó desparramada en la calle. Sus compañeros de trabajo lo subieron a un taxi, llamaron a su madre y lo llevaron al Hospital Argerich. Cuando llegaron todo era un caos: policías por todas partes, chicos sangrando arrumbados en camillas por cualquier lado, los familiares de los heridos como un tropel. Unas horas después Sergio salió, ayudado por su mujer, con una venda en la frente y una radiografía en la mano. En el pasillo se cruzó con Nancy, su madre, y con Judith, su hermana, que llevaba en brazos a una bebé de quince días.

–¿Qué tenés, Sergio?

–Nada. Una bala de goma en el músculo.

–¿Qué músculo? Sergio, ¡no tenés ningún músculo ahí!

Nancy se asustó. Mandó a los hermanos en un taxi para la casa. Pero en el viaje Sergio se desmayó. Y terminó en un sanatorio de Avellaneda. Una tomografía computada mostró que tenía un pedazo de plomo dentro del hueso y otro del lado de afuera, flotando en su cabeza. Esa misma noche lo operaron y le sacaron la mitad de la bala; la otra mitad era mejor dejarla ahí. Intentar tocarla era peligroso.

Martín Galli, de veintiséis años, quedó en la línea de tiro de los agentes de la Policía que bajaron de tres autos sobre la 9 de Julio, a pocos metros del Obelisco, donde había buscado refugio de los gases. La bala le entró por la zona trasera izquierda de la cabeza y se detuvo en la zona frontal derecha. Un desconocido, Héctor García, el Toba, le tomó el pulso, le hizo respiración boca a boca y lo sacó de un paro cardíaco. Paró un taxi, lo subió y lo sacó de otro paro a pura trompada en el corazón, antes de llegar al Hospital Argerich.

Paula Simonetti no se conocía con Galli. Pero ese día había tomado el tren en la misma estación de Haedo. Y había terminado en la misma zona delimitada por la 9 de Julio, Corrientes, Diagonal Norte y Lavalle, el tablero de buena parte de los fusilamientos. Paula estaba con su novio, Federico, un compañero de segundo año de la escuela de periodismo TEA. Querían sacar fotos y grabar. Pero también estar. Cuando llegaron a la gran avenida vieron que se estaba prendiendo fuego el McDonald’s y que un auto frenó, que de él bajó gente armada y que empezaron a tirar. El quiosquito de revistas que tenían a pocos metros sonó como una lata. Trataron de escapar. Cruzaron la calle. Fueron por Bernardo de Irigoyen hacia Perón. Pero pronto Paula sintió un ardor en la espalda. Se metieron en la entrada de un edificio. Un señor les abrió la puerta. Paula se acostó en el piso. Una ambulancia la llevó al Sanatorio Otamendi. Le hicieron placas. Un proyectil de plomo le había entrado justo por el gancho metálico del corpiño, sin cortarlo, para localizarla a un par de milímetros de la arteria aorta. En la mochilita que llevaba en la espalda al momento del impacto había otros rastros: el paquete de pañuelos descartables estaba agujereado y el viejo walkman Sony de metal tenía otro proyectil incrustado. Los médicos le dijeron que tenía más vidas que un gato.

La abogada María del Carmen Verdú, de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional, había seguido durante todo el día las detenciones. Con otras letradas de organismos de Derechos Humanos se repartieron las presentaciones de habeas corpus que se necesitaban para liberar a los manifestantes. Cuando María del Carmen llegó a su casa, de madrugada, recibió un llamado. Habían matado de un balazo en el pecho a Carlos «Petete» Almirón, militante del Movimiento de Desocupados 29 de Mayo, y coordinador de la zona sur de Correpi.

Martín Llambí también estuvo en el centro del infierno. Pero de otro modo. Trabajaba en el piso 25 de la sede del HSBC, en la esquina de Avenida de Mayo y Maipú. Era oficial de crédito de la banca corporativa. Había pasado la tarde trabajando con fastidio sobre una de sus obligaciones diarias: apuntar qué empresa de las que conformaban su cartera de clientes había superado la línea de crédito permitida.

La información definía a qué compañías el banco le iba a rechazar los cheques y a cuáles no. Cuando por fin terminó, tomó el ascensor hasta la planta baja. Pero no pudo salir. Lo frenaron los de seguridad.

–Vuelva a subir. Cuando se pueda salir, vamos a avisar –le dijeron. Y pasó dos horas encerrado en su cápsula vidriada: un piso con cincuenta escritorios modernos pero amontonados, con vista hacia el Congreso y hacia la Casa Rosada, a pocos pisos de la nueva sede de la embajada de Israel. Martín puteaba. Fumó unos cigarrillos en la sala de reuniones. Finalmente, llegó el aviso: ya se podía ir. En la calle no había taxis ni colectivos; sí neumáticos quemados, gente por todos lados y policías desencajados.

Caminó unas treinta cuadras con los ojos irritados hasta la casa de su madre, frente al zoológico porteño. Quería ver la televisión. Su hermano de diecinueve, ocho años menor, llegó al rato, hecho una furia. Venía de estar en la Plaza, de guapear frente a la Policía. Pensaba que había formado parte de algo importante. Martín se preocupó.

–Te podrían haber matado –le dijo. Y los dos se acomodaron frente a la tele. Pasaban las imágenes del Presidente huyendo en helicóptero de la Casa Rosada.

Juan Pablo Baylac había estado en esa terraza. Lloraba mientras Fernando de la Rúa, el presidente que lo había convocado seis meses antes para ser su vocero, se perdía en el horizonte después de presentar la renuncia. Y dos horas después, cerca de las ocho y media de la noche, salió de la Casa de Gobierno en un auto. Supuso que llegar a su departamento, en Rivadavia y Riobamba, no sería sencillo, así que, como la noche anterior, se alojó en un hotel sobre la avenida Libertador. Estaba cascado, arruinado y sin aliento. Pero no subió a la habitación. Fue directo al restorán.

Antes de sentarse se detuvo a saludar a los comensales de otra mesa. José Luis Manzano, Jorge Matzkin y Humberto Roggero conversaban entusiasmados con otros dirigentes sobre el regreso del peronismo al poder. Baylac se acomodó lejos. Llamó al mozo. Pidió un sándwich y una botella de vino.

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Formosa: la democracia ausente

 

 

Una beba qom y su abuela murieron luego ser atropelladas por un gendarme. Ambas son de la comunidad La Primavera. Denuncian que “no fue un accidente” y apuntan a la disputa por el territorio. Los derechos humanos nunca llegan a los pueblos indígenas.

 

Por Darío Aranda

 

Lila, de 10 meses, y Celestina, su abuela, de 49 años. Las nuevas víctimas que se suman a la lista de asesinatos indígenas. Ambas fueron atropelladas por un gendarme el domingo a la siesta, en la ruta 86, Formosa. Celestina murió en el momento, sobre el asfalto. Lila falleció el mediodía de ayer. Ambas qom de la comunidad Potae Napocna Navogoh (La Primavera), el epicentro de la represión desde hace dos años, cuando decidieron hacer respetar sus derechos y no alinearse al gobernador Gildo Insfrán. Ricardo Coyipé, también atropellado, denunció que “no fue accidente, lo hizo a propósito” y precisó que el gendarme –lejos de auxiliarlo– lo pateó en el piso y amenazó para que no realice la denuncia. Coyipé es un reconocido defensor de los derechos qom. “Me pegó, me puteó, me dijo que era un indio de mierda. Y mi nietita estaba ahí, agonizando”, denunció Coyipé. La comunidad aseguró que el trasfondo es la disputa territorial.

 

Ricardo Coyipé había ido con su familia a Misión Tacaglé, donde había una ceremonia religiosa (como muchos qom, son evangelistas). A las 16 comenzó el regreso. Manejaba sobre la ruta 86, cuando un auto lo golpeó por detrás. Su esposa Celestina y la beba Lila volaron por el aire y cayeron sobre el asfalto. Celestina no se movió más. La beba, entre llantos, sangraba. Ricardo quedó debajo del auto. El conductor, el gendarme Walter Cardozo, descendió del vehículo, insultó a Ricardo y comenzó a golpearlo, primero con el puño, luego patadas y una exigencia: que no realice la denuncia.

 

“Me decía que era gendarme, que no lo iban a detener. Me decía que era un indio de mierda. También bajó el papá del gendarme, y también me pegó. Ninguno ayudó a mi nietita”, explicó ayer a la tarde, desde la comunidad, luego de dar sepultura a su esposa en el cementerio de la comunidad.

 

La familia Cardozo es conocida en la zona. Tenían un almacén y carnicería donde los qom eras asiduos clientes. Y arrendaban tierras a la comunidad. La relación cambió cuando, en octubre pasado, la comunidad decidió no alquilarle más tierra.

 

“La policía dice que fue accidente. Es la misma policía que nos reprimió, que nos amenaza y que incendió nuestras casas. No fue accidente. Los Cardozo están enojados porque no los dejamos entrar a nuestra tierra. Y no lo vamos a dejar entrar, es nuestro derecho”, afirmó Laureano Sanagachi, “qaratagala” (segundo líder –luego de Félix Díaz–) de la comunidad.

 

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El cuerpo de Celestina Jara estaba, ayer a la mañana, en su cama, en el mismo rancho que compartía con Coyipé. A media mañana llegó un camión municipal con el cajón. El mismo vehículo llevó a Jara hasta el cementerio de la comunidad, al lado de la laguna. Fue seguido en motos y a pie por numerosos qom.

 

A las 12 le dieron sepultura. Con Ricardo Coyipé aún dolorido, sin atención médica, se despidió a la abuela qom de 49 años.

 

“Estamos muy tristes, impotentes, con bronca”, resumió Lorena Cardín, antropóloga que desde hace once años acompaña a la comunidad. Contó que la policía de Formosa intentó responsabilizar a Coyipé. “Comenzaron a decir en la misma ruta que Ricardo estaba ebrio. Lo querían inculpar. Y Ricardo, con la esposa muerta y la nieta grave les explicaba a todos que él no tomaba. Todos sabemos que él no toma, es evangelista, ni fuma”, remarcó Cardín.

 

-¿Cuál es el sentimiento de la comunidad?

 

La antropóloga responde de inmediato. “Acá nadie duda. ‘Es por la tierra’, te dicen todos”.

 

Y no es casual. Desde que la comunidad se reorganizó, con Félix Díaz como “qarashe” (“líder junto a su pueblo”), la comunidad comenzó un proceso de recuperar territorios que estaban arrendados o tomados por privados. El último hito, el 15 de octubre pasado, cuando venció un contrato de arrendamiento firmado por el anterior líder (Cristino Sanabria) y la comunidad desalambró 2000 hectáreas que utilizaba un empresario ganadero.

 

“Es la tierra, por eso nos matan”, reiteró Sanagachi.

 

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Media hora después de despedir a Celestina Jara, Yanina Coyipé (21 años) llamó a la comunidad con la peor noticia. Su beba, Lila, había fallecido.

 

Ponciano Acosta, del Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa) la acompañaba en el hospital de Formosa Capital. “Yanina venía en otra moto, detrás de su papá y su beba, y vio todo. Algunos dicen accidentes, pero es muy llamativo, plena luz del día, sol, ruta ancha, no venía ningún auto de frente. Es más que sospechoso, siempre le toca a algún indígena que lucha”, señaló Acosta.

 

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María Cristina López tenía 22 años. Mario García, 48. Ambos del Pueblo Wichi de Formosa, murieron en abril de 2009 durante un prolongado corte de ruta. Pedían lo mismo que la Comunidad La Primavera, respeto a sus derechos (consagrados por frondosa legislación nacional e internacional) y, sobre todo, exigían territorio. Murieron de mezcla de hambre, frío y enfermedades curables en centros urbanos.

 

El 23 de noviembre de 2010, luego de cinco meses de corte de ruta, la policía provincial reprimió a la comunidad La Primavera. Asesinaron al abuelo qom Roberto López y también murió el policía Eber Falcón. El juez Santos Gabriel Garzón cargó contra la comunidad, procesó a una decena de qom. El mismo juez, Garzón, interviene ahora por muerte de Celestina y Lila. Y ya caratuló el hecho como “homicidio culposo” (entiende que fue involuntario, y es excarcelable).

 

El 24 de noviembre de 2010 fue atropellado Mario López, dirigente del Pueblo Pilagá de colonia Alberdi (Formosa). Murió arroyado por un oficial de policía cuando se dirigía hacia la comunidad La Primavera para solidarizarse por la represión. Su familia denunció, y aún sostiene, que no fue un accidente, sino un atentado.

 

El 28 de junio pasado, a la noche, una patota atacó a Abelardo Díaz, hijo de Félix Díaz. Los agresores tenían armas blancas. Amenazaron con degollar a Díaz, que terminó en el hospital local con lesiones varias. En el último año, luego de poner en la agenda nacional la vulneración de derechos en la provincia, la comunidad sufrió una decena de represiones.

 

“Sabemos que los ataques a la familia Díaz son organizados por el gobierno de Formosa, es la nueva modalidad que han puesto en práctica desde hace meses. Es terrible hasta dónde pueden llegar. Hacemos pública la denuncia pero también decimos que no nos van a amedrentar con sus agresiones. Nosotros sólo reclamamos lo que es nuestro y pedimos justicia. No nos vamos a correr de esta postura por miedo a las agresiones que recibimos”, advirtió la comunidad en un comunicado el 30 de junio pasado.

 

El 9 de agosto atropellaron a Félix Díaz. Fue al mediodía en la ruta a la altura Laguna Blanca, cuando iba en ciclomotor. Siete puntos en la frente, fuertes golpes en el brazo, piernas y pecho. La camioneta que lo chocó no se detuvo. “No fue accidente. Fue por nuestro reclamo territorial. En Formosa es habitual que maten a quienes exigen sus derechos. Los responsables son el gobernador (Insfrán) y el Gobierno Nacional”, denunció en agosto ante este redactor.

 

El domingo 9 de diciembre, cuando en Plaza de Mayo se celebraba “el día de la democracia”, en Formosa volvió a producirse un “accidente”. Otra vez, la muerte fue para los qom.

 

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Gildo Insfrán se mantiene en el poder de Formosa desde 1987. Fue ocho años vicegobernador y, desde 1995 es gobernador. Fue menemista, tuvo buena relación con la Alianza, fue duhaldista y kirchnerista de la primera hora.

 

Sólo 48 horas después de la represión de noviembre de 2010, Gildo Insfrán compartió videoconferencia con la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Fue transmitida en directo por Canal 7. No hubo ni una mención a la represión al Pueblo Qom, abundaron las sonrisas y felicitaciones mutuas por la inauguración de una obra eléctrica.

 

En octubre de 2011, Gildo Insfrán inauguró una estatua de Néstor Kirchner. Viajó el ministro de de Planificación, Julio De Vido.

 

En enero de este año operaron a Insfrán de tiroides (intervención similar a la que tuvo la Presidenta). El 1 de febrero, en cadena nacional, Cristina Fernández de Kirchner lo saludó: “Quiero aprovechar para saludar al gobernador de Formosa, que de tan oficialista que es también le tuvieron que sacar la tiroides (…) Eso es para que digan que es muy oficialista, pero realmente ojalá que se mejore pronto y le mandamos un beso muy grande”.

 

Amnistía Internacional, el Servicio de Paz y Justicia (Serpaj), Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, la Asamblea Permanente de Derechos Humanos (APDH) y el Centro de Estudios Legales y Sociales (Cels) son sólo algunos de los organismos de derechos humanos que han denunciado al gobierno de Formosa.

 

Nunca un funcionario de primera línea repudió la represión de noviembre de 2010 ni los sucesivos hechos de violencia contra los pueblos indígenas de Formosa.

 

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El perfil productivo de la provincia es explícito. Está plasmado en un documento público de 250 páginas llamado “Formosa 2015”, donde se detalla la preponderancia del avance del modelo agropecuario con cultivos intensivos (soja y maíz) y ganadería. Planifica pasar de las 129 mil hectáreas de 2010 a 306 mil hectáreas (incremento del 237 por ciento). Se avanzará sobre territorios campesinos e indígenas.

 

La Red Agroforestal Chaco Argentina, colectivo integrado por ONG y técnicos de la región, explica: “El Plan Formosa 2015 aspira a elevar la superficie productiva agrícola en la provincial, aumentando 2,5 veces la superficie productiva actual. Con este horizonte es que sólo declaró el 1 por ciento de sus bosques como área protegida (según el Ordenamiento Territorial en el marco de la Ley Nacional de Bosques)”.

 

En diciembre de 2011, la máxima autoridad de Naciones Unidas (ONU) en materia indígena, James Anaya, visitó la Argentina. Recorrió una decena de provincias (entre ellas Formosa). En julio pasado hizo público su informe: “Relacionado con la inseguridad jurídica de los pueblos indígenas sobre sus tierras tradicionales puede mencionarse la existencia o promoción de proyectos de industrias extractivas y agropecuarias dentro o cerca de estas tierras (…) El avance de la frontera agrícola ha generado la pérdida de grandes extensiones de tierras tradicionales de los pueblos indígenas”.

 

Recordó que los desmontes, consecuencia del avance agropecuario, provocaron que “se vea severamente limitados” el acceso de las comunidades y la disponibilidad de los animales de caza y pesca, las plantas, la miel de recolección e incluso los materiales para la construcción de viviendas. “Existen también efectos nocivos en la salud de las personas indígenas a raíz del uso de agrotóxicos para la fumigación de cultivos”, denunció.

 

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“Derechos humanos para los pueblos indígenas”, es el título de un documento presentado el 19 de noviembre por organizaciones indígenas en el Congreso Nacional y entregado en Casa de Gobierno. Con la firma de más de ochenta dirigentes indígenas, cuestiona el avance de la megaminería, el petróleo no convencional y del modelo agropecuario, y recuerda los ocho asesinatos indígenas en los últimos tres años: Javier Chocobar, Sandra Juárez, Esperanza Nieva, Roberto López, Mario López, Mártires López, Cristian Ferreya y Miguel Galván. Responsabiliza al Estado y al modelo extractivo por los “asesinatos” y recuerda que “más de mil líderes indígenas y campesinos” son judicializados por “defender sus derechos ancestrales en contra de las industrias extractivas”.

 

“Nunca habíamos tenido tantos derechos reconocidos en normas nacionales e instrumentos internacionales ratificados por el Estado. Sin embargo vivimos una alarmante etapa de negación y exclusión (…) Nuestra realidad es un tema de Derechos Humanos. Sin embargo, la relación que propone el Estado con los Pueblos Indígenas es solo desde un enfoque de pobreza. Nos visibilizan solo como objeto de asistencia o de planes de emergencia, cuando somos sujetos de derechos políticos y territoriales”, resalta el documento, firmado entre otros por el Consejo Plurinacional Indígena, espacio de articulación de organizaciones nacido luego de la histórica marcha indígena de mayo de 2010

 

Cuestiona el avance minero. Toma como referencia la alianza gubernamental con la empresa Barrick Gold (presente en San Juan) y denuncia el avance de la minería de litio en Jujuy (Salinas Grandes). Explica que la extracción de gas no convencional (conocido como “fracking”) perjudica a comunidades y contamina acuíferos, y alerta que el Plan Estratégico Agroalimentario (PEA –presentado el año pasado por el Gobierno Nacional y las provincias) tendrá consecuencias sobre campesinos e indígenas. “Para las organizaciones originarias y campesinas es un anuncio angustiante pues por la manera de producir más puede dar como consecuencia más desalojos de los territorios con la consiguiente represión, desmonte, contaminación y desplazamiento de población.”

 

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El 10 de diciembre se conmemora el Día Internacional de los Derechos Humanos. Y, en Argentina, se celebra el la asunción de un Presidente elegido democráticamente (el 10 de diciembre de 1983 asumió Raúl Alfonsín).

 

En ese marco, Félix Díaz recibió ayer un reconocimiento en la Universidad Nacional de San Luis. Y volvió de urgencia a Formosa. Recordó que existe una medida cautelar de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que insta al Estado argentino a garantizar la integridad de los miembros de la comunidad. Díaz recordó que existen “muchas leyes, pero no se cumplen”, apuntó que los “jueces solo actúan para reprimirnos” y afirmó que el gobierno nacional “no cumplió ninguno de los puntos acordados” en 2011 en la Mesa de Diálogo (con los organismos de derechos humanos como garantes).

 

Díaz marcó que era un “muy triste” para el Pueblo Qom y esbozó que debiera ser “un día triste también para toda la sociedad argentina”. Repasó de memoria los últimos asesinatos de indígenas y campesinos, y lamentó: “A nosotros no nos llega aún los logros de la democracia. Nuestra sangre se derrama por defender el territorio, los culpables no van a la cárcel y nuestros derechos humanos no se cumplen”.