la vieja

De sicarios, patotas y punteros

Por: Sudestada

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Detrás de tanto ruido, en los suburbios de la escena nacional, deambulan. Crecen. Ganan protagonismo. Se tornan imprescindibles, cotidianos, peligrosos. Ahí están. Son las bandas armadas que responden a los empresarios del boom sojero. Son las patotas a sueldo de burócratas sindicales, que alternan aprietes a delegados con acciones de fuerza de choque. No se quedan atrás los punteros del funcionario de turno; esos que hostigan, controlan e imponen su ley en las barriadas. En cada uno de estos ejércitos privados irrumpe un común denominador: las fuerzas de seguridad, como cómplices, como instigadores o hasta como miembros orgánicos.

Un sicario de un patrón sojero persiguió a Miguel Galván, militante del Movimiento Campesino de Santiago del Estero (Mocase-VC) hasta dar con él y asesinarlo de una puñalada en octubre pasado. La escena del crimen fue el paraje Simbol, en la misma provincia que registró hace menos de un año otro crimen por encargo de similares características. La víctima en ese caso fue Christián Ferreyra, otro campesino del Mocase que se oponía al avance del agronegocio, que resistía el desalojo de sus tierras. Pero nadie afecta las ganancias de la patria sojera, esa que goza de la impunidad para armar guardias paramilitares. Como Facundo León Suárez Figueroa, titular de la Empresa Agropecuaria Lapaz SA, quien pretendía alambrar parte del territorio de las comunidades indígenas Lule Vilela. “Se podría haber evitado, va a volver a ocurrir”, tituló el Mocase-VC en su último comunicado, donde apunta: “Brillaba por su ausencia el gobierno provincial, que no intervino y permitió que las fuerzas paramilitares de los sojeros se llevaran la vida campesina”. Está claro: sin la connivencia con el poder político, en particular del gobernador Gerardo Zamora, resulta imposible imaginar semejante despliegue contra las comunidades campesinas en la provincia.

Una patota con innegables contactos con la Unión Ferroviaria de José Pedraza secuestró semanas atrás a Alfonso Severo en Avellaneda, lo golpeó y lo liberó 24 horas después. Se temió por la suerte de uno de los testigos en la causa por el crimen de Mariano Ferreyra. Esa patota, que sólo pudo actuar después de pactar una “zona liberada” (en sintonía con lo sucedido con la policía en el caso de Mariano en Barracas), sigue impune, en la calle, servil a las necesidades de un líder caído ahora en desgracia, pero beneficiado durante décadas por los acuerdos con el Estado democrático.

No muy lejos de allí, en la localidad de Merlo, asociaciones de Derechos Humanos denunciaron que una patota enviada por el intendente Raúl Othacehé, atacó a los participantes del acto de conmemoración por la “Noche de los Lápices”. “Acá manda Othacehé”, bramaba, como para no dejar dudas, la avanzada de violentos que terminó con varios hospitalizados.

Podrán acatar las órdenes del patrón sojero, del burócrata sindical o del funcionario oficialista, pero las bandas de sicarios y patoteros siguen ganando espacio en la política argentina. Eso sí, no en esa política que se debate en los medios, que se discute en los despachos jurídicos, que se negocia en las oficinas del negocio turbio. Ellos trabajan en las sombras, cobran de la caja chica del puntero, y atacan a los ignorados por el poder, a los olvidados por los medios, a los silenciados por una realidad que, parece, no atiende razones ni tiene tiempo para ocuparse de ellos.